MANIFIESTO CUBISTA
Guillaume Apollinaire publica en 1913 un manifiesto que se convirtió en
la referencia teórica del grupo. Decía que Picasso estudiaba el objeto como un
cirujano diseca un cadáver.
Las virtudes plásticas: la pureza, la unidad y la verdad tienen bajo si
a la naturaleza domada.
Inútilmente se cubre el arco iris, las estaciones tiemblan, las
muchedumbres corren hacia la muerte, la ciencia deshace y recompone lo que
existe, los mundos se alejan para siempre de nuestra concepción, nuestras
fugaces imágenes se repiten o resucitan su inconsciencia y los colores, los
olores, los rumores que impresionan nuestros sentidos nos sorprenden, para
desaparecer después en la naturaleza. Este fenómeno de belleza no es eterno.
Sabemos que nuestro espíritu no tuvo principio y que nunca cesara, pero, ante
todo, nos formamos el concepto de la creación y del fin del mundo. Sin embargo,
demasiados artistas-pintores siguen adorando las plantas, las piedras, la ola o
los hombres.
Nos acostumbramos pronto a la esclavitud del misterio, que termina por
crear dulces placeres. Dejamos a los obreros gobernar el universo, y los
jardineros tienen menos respecto por la naturaleza que los artistas. Ya es hora
de ser sus amos. La buena voluntad no garantiza en absoluto la victoria.
De este lado de la eternidad danzan las mortales formas del amor y el
nombre de la naturaleza resume su pésima disciplina. La llama es el símbolo de
la pintura y las tres virtudes clásicas flamean radiantes. La llama tiene esa unidad
mágica por la cual, si se la divide, cada llamita es semejante a la llama
única. Finalmente, tiene la verdad sublime de la luz que nadie puede negra.
Los artistas-pintores virtuosos de esta época occidental consideran su
pureza en oposición a las fuerzas naturales. Ella es el olvido después del
estudio. Y para que un artista puro muriera no deberían haber existido todos
los de los siglos pasados.
La pintura se purifica en occidente con aquella lógica ideal que los
pintores antiguos transmitieron a los nuevos como si les diesen la vida.
Y esto es todo.
El hombre vive en el placer, otro en el dolor, algunos malbaratan la
herencia, otros se hacen ricos, y otros, finalmente, no tienen más que la vida.
Y esto es todo.
No se pueden llevar consigo a todas partes el cadáver de nuestro propio
padre. Se le abandona en compañía de los muertos. Se le recuerda, se le llora,
se habla de el con admiración. Y, si nos toca llegar a ser padres, no debemos
esperar que uno de nuestros hijos vaya a desdoblarse por la vida de nuestro
cadáver. Pero en vano nuestros pies se levantan del suelo que guarda los
muertos. Estimar la pureza es bautizar el instinto, humanizar el arte y
divinizar la personalidad. La raíz, si el tallo, la flor de lis muestran la
progresión de la pureza hasta su floración simbólica.
Todos los cuerpos son iguales ante la luz y sus modificaciones surgen de
este poder luminoso que construye a su voluntad. Nosotros no conocemos todos
los colores y cada hombre los inventa nuevos.
Pero el pintor debe, ante todo, representarse su divinidad, y los
cuadros que ofrece a la admiración de los hombres le concederán la gloria de
ejercer momentáneamente su propia divinidad. Para eso es necesario abarcar con
una mirada el pasado, el presente y el futuro. El lienzo debe presentar esta
unidad esencial que por si sola provoca el éxtasis.
No vagaremos por el provenir desconocido, que, separado de la eternidad,
no es más que una palabra destinada a tentar al hombre. No nos extenuaremos por
aferrar el presente demasiado fugaz. Este no puede significar para el artista más
que la máscara de la muerte: la moda.
El cuadro existirá ineluctablemente. La visión será entera, completa y
su infinito, en lugar de señalar una imperfección, solo hará remontarse la
relación de una nueva criatura con un nuevo creador, y nada más.
Sin lo cual no habrá unidad, y las relaciones entre los distintos puntos
del lienzo con diferentes temperamentos, con diferentes objetos, con diferentes
luces, no mostraran más que una multiplicidad de desemejanzas sin armonía. Porque
si puede haber un número infinito de criaturas que testimonia cada una por su
propio creador, sin que ninguna ocupe el espacio de las que coexisten, es
imposible concebirlas simultáneamente y su muerte proviene de su superposición,
de su mezcolanza, de su amor. Cada divinidad crea su propia imagen: así también
los pintores. Solo los fotógrafos fabrican la reproducción de la naturaleza. La
pureza y la unidad nada cuentan sin la verdad que no se puede comparar con la
realidad, ya que siempre es la misma, al margen de todas las fuerzas naturales
que se esfuerzan por mantenernos en el orden fatal en el que no somos más que
animales.
Ante todo, los artistas son hombres que quieren hacerse inhumanos.
Buscan penosamente las huellas de la inhumanidad, huellas que no se encuentran
en ningún lugar en la naturaleza. Pero nunca se descubrirá la realidad de una
vez para siempre. La verdad será siempre nueva. Si no, no sería más que un
sistema más mísero que la naturaleza.
En este caso, la deplorable verdad, cada día más lejana, menos clara,
menos real, reduciría la pintura al estado de escritura plástica, destinada
solamente a facilitar las relaciones entre gentes de la misma raza. Hoy
encontraremos pronto la máquina para reproducir tales signos, sin significado.
Muchos pintores nuevos no pintan más
que cuadros en los que no hay un auténtico tema. Los títulos que hay en los
catálogos desempeñan la función de los nombres que designan a los hombres sin
caracterizarlos. Así como existen Legros que son delgadísimos, y Leblonds que
son muy morenos, he visto lienzos llamados Soledad llenos de figuras.
En estos casos aún se admite, a veces, usar palabras vagamente
significativas como “Retrato” “Paisaje” “Naturaleza Muerta”, pero muchos jóvenes
artistas-pintores no emplean más que el vocablo genérico de “Pintura”.
Estos pintores, si observan la naturaleza, ya no la imitan y se dedican
cuidadosamente a la representación de las escenas naturales observadas y reconstruidas
mediante el estudio. La verosimilitud no tiene ya ningún valor, porque el
artista lo sacrifica todo a la verdad, a la necesidad de una naturaleza
superior que el imagina sin descubrirla.
Obra: primera obra Cubista Las Señoritas de Avignon
de Pablo Picasso
Emily Boxil
Obra: primera obra Cubista Las Señoritas de Avignon
de Pablo Picasso
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