martes, 16 de diciembre de 2008

EL ANGEL CAIDO





Pedro Azara

En la antigüedad, cuando los seres humanos vivían en la infancia de la humanidad, todos conocían perfectamente los mitos y las leyendas, puesto que los creaban a medida que se los contaban. Hoy en día los adultos, los estudiosos, apenas saben del pálido reflejo escrito de la substancia viva del mito: la palabra oral.

Los mitos son historias que se cuentan. En el principio los poetas los aprendieron de los dioses, o de las diosas, como las Musas, las hijas de la diosa de la memoria. Los mitos son historias en las que las divinidades cuentan a los hombres cuáles son las reglas que rigen el mundo, creado y controlado por los dioses, en el que acaban de entrar, y en el que permanecerán por poco tiempo. Por un lado, los mitos son historias para no dormir; pero, por otro, mantiene a los hombres en estado de alerta, al tiempo que les impide hacerse demasiadas ilusiones acerca de su paso por la vida.
Los mitos son historias transmitidas, de viva voz, de padres a hijos, o de aedos a la comunidad sentada alrededor de un fuego de campo, cuya luz y cuyo calor ahuyentaban el frío y las imágenes sombrías que causaban y evocaban las historias para no dormir que el poeta contaba. Un mito es un relato oral. No tiene un texto establecido. Sólo posee una estructura, un guión, una sólida urdimbre sobre la cual el poeta va tejiendo sus historias de fantasmas. La historia siempre es la misma. Un mito es una historia interminable, no tanto porque la historia no se termina nunca y el héroe no llega nunca a buen puerto, sino porque el placer que su audición produce, nace de su repetición. El mito se asemeja al “peplo” de Penélope. No se termina nunca. Se reemprende siempre desde el punto de inicio, como una tela que se teje y desteje, se forma y se deshace dejando sólo una imagen que se desvanece.

Un intérprete de mitos es un narrador, un cuentista, un fabulista. Interpretar un mito consiste en enunciar la prolífica sucesión de variaciones que componen la substancia de la historia, en recorrerlas y mostrarlas todas. Un mito se desarrolla en espiral y a cada nueva vuelta de tuerca se exploran, se descubren, se revelan aspectos inéditos, claves desconocidas que abren el relato a nuevas perspectivas, o que descifran o liberan contenidos mantenidos hasta entonces a buen recaudo. La historia gira sobre sí misma y se repite en otra clave, con tonos y matices diversos. Interpretar un mito consiste en interpretar todas sus variantes, que juntas componen la trama permanente del relato, su base invariable.

Un mito sólo tiene sentido si se explica. No lo tiene si no se cuenta. Un mito que no invita ser narrado no dice nada, no tiene nada que decir.
Si existe un mito cuyas últimas versiones llegan hasta nuestros días, y que permanece vivo, ése es el mito de Prometeo.

Sin embargo, poco se sabe de este dios. Posiblemente sea una de las figuras míticas más enigmáticas. Los datos sobre su origen y su vida son escasos o irrelevantes. No protagoniza ninguna historia legendaria, ni es el centro de un sinnúmero de cuentos, como Afrodita, Artemisa, Apolo, Orfeo o Dioniso. Prometeo parece ser una figura trágica, que sólo existe en función de su relación mediadora entre el dios padre y los seres humanos. Fuera del ámbito de esta doble relación, Prometeo apenas existe. Sabemos que pertenece a la segunda generación de dioses (su origen y su genealogía no ha dado pie a ninguna historia relevante) y que, contrariamente a los suyos, decidió apoyar a las nuevas divinidades olímpicas. Los comienzos de su historia carecen de poesía. Prometeo entra en acción súbitamente, para protagonizar un solo hecho relevante (causar la caída del hombre, deslindándolo de los dioses y de las bestias), y luego desaparecer.


Prometeo fue el único que se compadeció de los hombres y para facilitarles la vida y reducir su incapacidad decidió robar el fuego que Júpiter utilizaba para su exclusivo beneficio. Gracias a él los hombres aprendieron que para mantener vivo el pálpito de la brasa debían cubrirla con cenizas. A partir de este momento comenzaron a observar el mundo con otra mirada, porque disponían a su antojo de la energía que permite domeñar los metales y del fulgor que convoca a la hermandad de la palabra compartida.

Esquilo le dedicó una tragedia (o una trilogía, de la que se conoce únicamente una de las partes, Prometeo encadenado). De algún modo, Prometeo es casi la personificación de un tipo de relación o de actitud que se establece entre el dios supremo y los seres (dioses subordinados y seres humanos) que están a su merced. Prometeo es la encarnación de la compleja relación entre el cielo y la tierra.

Es quizá ésta la razón por la que Prometeo ha perdurado más allá de las peculiaridades, de las características y del tono de cada época. Prometeo es una figura intemporal, que se impone por encima de los vaivenes del tiempo. Prometeo quizá sea la divinidad griega que más cambios ha sufrido. Ya a mediados del siglo XVII su figura se confundía con la del ángel caído, sin que esta equiparación supusiera degradación o bajeza alguna. Al contrario, su talla se acrecentaba a medida que se deslizaba por la senda demoníaca. Prometeo fue más grande que Zeus, se hizo Satán. Y así, en una época en que los dioses cayeron, Prometeo perduró. Y quizá aún perdure.
El latente satanismo de Prometeo es quizá su rasgo más característico aunque más oculto, menos obvio. El rasgo más inmediato es su proximidad con los seres humanos. En este caso, también, las consecuencias de su acción fueron funestas. Los hombres fueron expulsados del Paraíso. Sin embargo, se hicieron hombres. Hasta entonces, cuenta Sófocles, vivían despreocupadamente. No conocían sus limitaciones, mas tampoco sabían superarse. Prometeo causó su desgracia, pues los alejó del contacto directo con los dioses, mas despertó lo divino que anidaba en su alma. En cierta manera, moldeó a los hombres y les enseñó cómo encender el fulgor anímico y crecerse ante las adversidades. Sin la intervención de Prometeo, la vida humana hubiera carecido de color, de complejidad, de angustia y esperanza. Quizá nos hubiera ido mejor.

Sin embargo, Prometeo destaca por otra característica, que lo convierte en figura inquietante. Pasa su vida eterna encadenado, no tanto porque, después de aparecerse a los hombres, éstos se envalentonaron, sino porque era poseedor de un secreto que afectaba a la vida de Zeus. A este le tenía que ocurrir lo que a su padre y a su abuelo: le nacería un hijo que acabaría con él y con su reinado. Sólo Prometeo sabía quién iba a ser la madre del nuevo dios del Olimpo y cuál de sus hijos acabaría con Zeus. Prometeo es el poseedor de una metis (una inteligencia) avanzada (pro-metis). La suerte de Zeus, el dios padre, superior a todos los dioses, depende de Prometeo. Está por encima del dios supremo. ¡Qué miserrimo Zeus aparece! Débil y confuso, su figura se empequeñece por momentos. Mientras que Prometeo se le resiste, Zeus parece acobardado, confundido. Prometeo es el gran oponente de Zeus; es el fin de Dios. Hizo al hombre libre no tanto porque lo engrandeció sino porque empequeñeció a Dios. Con Prometeo los dioses dejaron de ser necesarios. Prometeo, que moldeaba ídolos de barro que luego, dotados de soplo, se animaban y se convertían en hombres; Prometeo, el visionario; Prometeo, el gran escultor; el paradigma del artista. Prometeo profetizaba el poder liberador del arte. Prometeo es el ser humano que revela la ficción de los dioses: un dios luminoso y terrorífico al tiempo. Con él se derrumban las excusas que los hombres se dieron para justificar sus miserias.

La entrada de Prometeo señaló el fin de la inocencia.
(Extractos del prólogo al libro Prometeos. Biografías de un mito, de Gregorio Luri Medrano. Editorial Trotta, Madrid 2001.)