jueves, 17 de marzo de 2011

PERSONAJES Y DRAMATURGIA SHAKESPEREANOS

Einar Goyo Ponte

William Shakespeare nace el 23 de abril de 1564. Hace seis años que Elizabeth I de Inglaterra ha sido coronada y conduce las riendas de esta nación, rival del Imperio Español de Felipe II. Nunca se casará y gobernará en un entorno masculino formado por sacerdotes protestantes, nobles, diplomáticos y piratas.

Shakespeare es contemporáneo de Francis Bacon, Lope de Vega y Christopher Marlowe, con quien compartirá y disputará teatros y argumentos para sus obras en el teatro inglés de entonces.

En 1582 se casa con Anne Hathaway. Cinco años más tarde llega a Londres a buscar trabajo en los teatros de la capital. Por esas fechas ejecutan a María Estuardo, aspirante al trono de Inglaterra por ser hija de Enrique VIII con Catalina de Aragón y defensora de los Católicos ingleses. La decapitan.

Isabel I
En 1590, comienza a escribir la serie de dramas históricos sobre Enrique VI. Shakespeare dedicará a la historia de su país varias obras importantes: Enrique VI, Ricardo II, Ricardo III, Enrique IV, Enrique V, Enrique VIII y La historia del Rey Juan. De ellas son importantes Ricardo II y Ricardo III, por el contraste entre ellos: el último es un rey sacrificado, derrotado, que conserva la nobleza hasta el final, mientras que el otro es uno de los primeros y más singulares villanos shakespereanos, o como Duvignaud los cataloga, personalidades criminales o anómicas. Ricardo II es un príncipe deforme, cobarde, intrigante, cruel, que asesina, calumnia y tortura para conseguir el poder, en un retrato impresionante de lo que sería una aplicación cabal de la doctrina maquiavélica del libro El príncipe. También destaca Enrique V (Henry V), donde se describe al monarca guerrero que descubre los valores de servicio y responsabilidad para con su pueblo, horas antes de entrar en batalla.

En 1592, escribe la primera de sus grandes comedias: La comedia de las equivocaciones. La siguen, entre las más importantes: Trabajos de amor perdidos, Sueño de una noche de verano, El mercader de Venecia, Mucho ruido y pocas nueces, Como gustéis, Las alegres comadres de Windsor, La fierecilla domada, Noche de Reyes, La tempestad. Son comunes a la mayoría de ellas las intrigas y enredos amorosos múltiples como los de Hermia y Lisandro, Helena y Demetrio. Así tenemos al trío de parejas de Trabajos de amor perdidos, El mercader de Venecia, Mucho ruido y pocas nueces, Las alegres comadres de Windsor, La fierecilla domada y Noche de Reyes. Resaltan también en ellas la agudeza y la encantadora inteligencia de las heroínas.
Shylock y Jessica en El mercader de Venecia
Como por ejemplo la Porcia de El mercader, sin cuya intervención no se resolvería felizmente el conflicto principal. La Beatriz de Mucho ruido rivaliza con el ingenio de su pareja Benedict, con rasgos de cinismo y de pre-feminismo, como también asomará en la Catalina de La fierecilla domada, la cual expone una feroz guerra de sexos, con triunfo femenino usando el artificio del teatro dentro del teatro, la shakespereana dialéctica del ser y el parecer, la cual en Noche de Reyes adquiere cimas inquietantes al proponer un intercambio de sexos: Viola, la heroína debe fingirse hombre para salvarse y así enamora a su pareja y a la rival en amores, mientras Orsino se angustia por sentirse atraído por un hombre, que en realidad es Viola disfrazada. En Las alegres comadres de Windsor, cuatro mujeres unen sus ingenios para defender su matrimonio del acoso del infatuado seductor profesional Sir John Falstaff, uno de los caracteres más excepcionales y geniales de Shakespeare. Aparece en uno de los dramas históricos y resucita en esta comedia donde encarna el ingenio sensual, el apetito, la sensualidad, el cinismo, el espíritu burlón y ese elemento tan importante en Shakespeare: la conciencia de lo teatral. Esto es, personajes cuyas psicologías, avatares y desarrollos los llevan a descubrir la naturaleza ilusoria del mundo o de la realidad y a expresar el paradójico concepto de que ésta es una forma de lo teatral, otra versión, un poco más concreta, pero igualmente fugaz, de la ficción. “Todo en el mundo es burla. El hombre es un bufón nato”, dice Falstaff en el epílogo de Las alegres comadres. De esa concepción cuasi filosófica de lo teatral surge sin duda la pulsión shakespereana de mezclar los géneros, lo trágico y lo cómico, lo ridículo con lo sublime, lo heroico con lo grotesco . Así en dos de estas comedias habitan dos de los más formidables villanos shakespeareanos: el poderoso Shylock de El mercader de Venecia, usurero judío vengativo, cruel, tirano de su hija, que se vale de la desgracia financiera de Antonio, el mercader veneciano para cobrarle viejas afrentas que lo llevan al borde de la muerte, en la presión implacable del judío; el otro es el Don Juan de Mucho ruido y pocas nueces, quien, por envidia a Don Pedro, trama una intriga que perjudica a una inocente y casi desbarata la felicidad de todas las parejas amorosas de la historia. Otro rasgo común a casi todas es el juego del “teatro dentro del teatro”, que en Shakespeare no se limita a concebir una representación dentro de la representación, sino a delatar que los personajes de alguna manera se saben ficcionados, que representan “roles” en el gran teatro que es la vida, que son capaces de cambiar y de asumir diversos disfraces durante los distintos actos que la vida humana exija representar. Así cobran sentido las fiestas en Trabajos de amor perdidos, los disfraces y la prueba de ingenio que el fallecido padre de Porcia les impone a los pretendientes de su hija, y el juicio con falso abogado (Porcia disfrazada) donde se salva a Antonio y se condena a Shylock en El mercader; con el mismo recurso vencen a Don Juan en Mucho ruido y a Falstaff en Las alegres comadres; y es el recurso que le queda a Viola para encontrar a su hermano gemelo Sebastián en Noche de reyes.

Hamlet
1595 es el año de inicio de sus grandes tragedias, los dramas más representados de la literatura universal. Todo comienza con Romeo y Julieta, exaltación del amor juvenil victimizado por el odio entre familias y las trampas del azar. También el “recurso del teatro” surge en esta obra, pues Julieta debe fingirse muerta para reunirse con su amado, más allá de la fatalidad de Verona. En 1600 llega Hamlet, para muchos su obra más inquietante y el personaje más enigmático de la galería shakespereana. Es un adolescente, el fantasma de su padre lo persigue para reclamarle venganza contra su madre y su hermano, quienes lo asesinaron. Para llevar a cabo su misión se finge loco y en el tardío cumplimiento de la venganza/justicia mueren culpables e inocentes en ingentes cantidades: Ofelia, la amada de Hamlet, quien se vuelve loca por la muerte de su padre a manos de su novio, quien lo confundió con su perverso tío; Laertes, el hermano de aquella, en duelo mortal contra el protagonista; Gertrudis, la madre de Hamlet, Claudio, su tío y usurpador del trono, y el propio Hamlet. Mientras tanto está el enigma aún no resuelto de si Hamlet está realmente loco o no, como también ocurre en Titus Andronicus (1593-94), una tragedia precursora. También comparte con ella el tema de la venganza, y el obsesivo detalle del teatro dentro del teatro. Hamlet, que hace el “papel” de loco, monta una obra de teatro que reproduzca el asesinato de su padre para provocar el que su madre y su tío se delaten al verla. ¿Cuántas ficciones pueden caber en una ficción? Jorge Luis Borges nos llama la atención sobre ello en su ensayo “Magias parciales del Quijote”.

Después vendrán Otelo (1604?), cuyo protagonista es un moro como el Aaron de Titus, pero noble a diferencia de aquél, aunque manipulable hasta el crimen por la verdadera reverberación de Aaron, otro de los formidables villanos de Shakespeare: Iago. Como Aaron, asume el mal como naturaleza original, como él, nunca se arrepiente y vence espantosamente sobre sus víctimas. Son personajes donde se concentran las figuras de la anomia y de la personalidad criminal de las que habla Duvignaud. Su moral, su sistema de valores –si es que existen- son absolutamente distintos y otros de los nuestros (o al menos de sus espectadores y compañeros en escena); Rey Lear (1606), otro gran loco shakesperiano, otro gran padre desmesuradamente equivocado, como Tito, signados por una hybris particular que vuelve a poner la anomia en el ruedo, la cual los destruye sin misericordia. Al lado de Lear hay dos personajes enormes: la hija noble, víctima de su padre y del destino, Cordelia, que nos recuerda a la mutilada Lavinia de Titus, y Edmundo, otro hermano de Iago y de Aaron, destructor, falso, intrigante, quien utiliza el recurso del teatro para su beneficio. Hay un lema que los emparenta: “no son lo que parecen”. Son actores, ficciones, disfraces que engañan a sus congéneres. Edmundo tampoco conoce el arrepentimiento. Como tampoco lo conocerá Macbeth (1609-10), a quien sin embargo, Shakespeare le otorga algo que no tienen sus hermanos: conciencia. Aquí la desalmada, abyecta, anómica es su esposa, Lady Macbeth, cómplice o autora de infinidad de crímenes para obtener y conservar el poder. Macbeth tiene algo que lo distancia de sus semejantes villanos: es casi invencible o sobrehumano. Tienen que entrar en juego los presagios, la magia, lo tenebroso para poder derrotarlo. El mal como una verdadera potencia que tiene tanta o mayor probabilidad de vencer que el bien es lo que parece clamar Macbeth. Si no fuera porque de nuevo la “teatralidad” se sobrepone. Cuando ve que todo está en su contra, Macbeth descubre que la vida, el mundo, las promesas, las profecías de las brujas, el poder son fantasmas, ilusiones fugaces y vanas. “La vida es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significan”. Es la versión nefasta de la frase final de Falstaff, ahora en boca de Macbeth.

En Cuento de invierno (1613) encontramos otra obra donde lo trágico y lo cómico se dan la mano. Hay en ella un Otelo, aún más delirante y peligroso pues no necesita de ningún Iago que le incite los celos, el Rey Leontes; hay varias víctimas inocentes, una hija despreciada, destierros, arrepentimientos y hasta una maravillosa y conmovedora escena teatral (en el sentido ideológico filosófico shakespereano) de resurrección.

Fin del ciclo es La tempestad (1611), con Próspero, el ultimo gran padre shakesperiano, y el último papel que Shakespeare representó en teatro, quien con ayuda de la magia, que cambia roles, apariencias, finge muertes y resurrecciones, lleva a cabo una singularísima venganza contra su hermano, quien lo ha desterrado años atrás. Hay otra hija, como Lavinia, Julieta, Hermia, Cordelia o Porcia: Miranda, a quien para restituir en el trono que le corresponde, hace Próspero, su padre, urdir toda la trama de la que seremos espectadores, mientras Próspero/Shakespeare la escribe, a través de dos figuras mágicas, una luminosa y aérea, astuta y eficaz, como el Puck de Sueño de una noche de verano, llamada Ariel, y una lenta, terrenal, lasciva, gobernada por sus instintos, que intentara violar a Miranda, y por lo cual Próspero lo castiga sometiéndolo a sus deseos. Es Calibán, un hijo tardío y más torpe de Aaron, Iago o Edmundo. En el medio están los personajes humanos, casi irreales, movidos al soplo del arbitrio de Próspero, casi sombras, como las hadas y seres sobrenaturales súbditos de Oberon y Titania, o como los faunos, ninfas y hadas falsas de Las alegres comadres de Windsor. Próspero/Shakespeare comenta casi al final de la obra: “Estamos hechos de la misma estopa de los sueños”. Un ejercicio interesante: comparar las despedidas de Puck y Próspero en Sueño y en La tempestad. Sin olvidar que el parlamento de Próspero es el último que William Shakespeare declamó en un teatro.

Cuando dice: “Ahora quedan rotos mis hechizos, y me veo reducido a mis propias fuerzas, que son pocas. Ahora, en verdad, podrías confinarme aquí o remitir a Nápoles. No me dejéis, ya que he recobrado mi ducado y perdonado al traidor en esta desierta isla por vuestro sortilegio, sino libradme de mis ataduras, con la ayuda de sus manos. Que un leve soplo de vuestro aliento llene mis velas, o sucumbirá mi propósito, que era agradaros. Ahora carezco de espíritus que me ayuden, de arte para encantar, y mi fin no tendrá esperanza, a menos que se alivie con su plegaria, la cual es de tal fuerza que seduce a la piedad misma, y absuelve de todas las faltas. Así vuestros pecados obtendrán el perdón, y con vuestra indulgencia vendrá mi absolución”, quizás estemos leyendo u oyendo su propio testamento.



miércoles, 16 de marzo de 2011

SOBRE TEATRO Y ANOMIA

Einar Goyo Ponte

Jean Duvignaud, en su libro Sociología del teatro, nos invita a esta reflexión: “¿No es sorprendente comprobar que los héroes dramáticos de este período (los siglo XVI y XVII) no son individuos en el sentido moderno de la palabra sino personajes inadaptados a causa del propio acto que los individualiza? Tamerlán que lleva una frenética devastación a los cuatro rincones del mundo y muere desafiando a los Dioses; el Doctor Fausto que pretende dominar al cosmos y a las leyes que condenan a la vida y a la muerte, al tiempo y al espacio; el héroe del Rufián dichoso de Cervantes que juega el Infierno o la Santidad a cara y cruz; Alice de Faversham que obsesionada por la sensualidad y el crimen mata a su marido al que protege un destino cómico; Ricardo III a quien la angustia del poder conduce a los límites de la humanidad; Hamlet que se cree predestinado, a pesar de su natural apatía, a vengar a un padre muerto, no son individuos en el sentido moderno y moral de esa palabra. Dejando aparte a algunos personajes de reyes, como Enrique V que descubre a lo largo de la obra el sentido de su responsabilidad, por otra parte, aún dominada por las ideas tradicionales del soberano responsable de la protección de sus vasallos), no se encuentra ningún héroe de ese teatro que no haya recibido su individualidad como un mal, un sufrimiento, una maldición, y cuyas particularidades no resulten de un azar, de una voluntad aberrante, de un crimen, de una exageración exaltada, hasta el delirio, de la locura o de un desastre. Hamlet es como el símbolo de esa personificación maldita; una sombra impalpable le ha sugerido su “vocación”. A él le toca obedecer y separarse del resto de los hombres, mutilar en sí mismo esa parte común que le ahogaría, si cediera, en la ola colectiva. El cuchicheo de un fantasma ha hecho de él un hombre separado.

Todos los personajes del teatro del siglo de oro español, del teatro isabelino o jacobino, están condenados al sufrimiento y a la desgracia a causas de su propia individuación. La ansiosa demostración de una “libertad”, parece que resulta de la separación que sufren, y su individualidad es el signo de una irrisión o de una maldición. Todos ellos son extraños las normas admitidas, bien porque no pueden otorgarles su adhesión, o porque les parecen absurdas o ilusorias. Todos ellos son personajes atípicos, heréticos.”

¿Por qué la recurrencia en estos personajes inadaptados, atípicos, heréticos, y en dos teatros, que en su época tenían muy poco contacto? El mismo Duvignaud nos resalta que un buen sector de la crítica también los percibe como epítome de la individualidad, y que por ello representarían esa supuesta cumbre del individuo que sería la consecuencia de los ideales del Renacimiento, el humanismo y la filosofía laica. Pero, como las preguntas que se hace lo revelan, va un trecho desde la asunción de la individualidad y la conciencia de lo humano como fenómeno nuevo y válido a la constante presentación de caracteres problemáticos, transgresores, y hasta francamente criminales, como los mencionados en la relación de Duvignaud.

El mismo lo explica utilizando un término del antropólogo Emile Durkheim: la anomia. Esos personajes cuyas acciones parecen “manifestaciones de exageración y desequilibrio”, cercanos a la moderna “patología”, componen “el teatro de una época de transición”, donde vendrían a representar fenómenos de “ruptura de equilibrio social” (Duvignaud, pag. 161). A esto es a lo que Durkheim llamaba “anomia”.

¿En qué consistía o cuál era la causa y las formas de ese desequilibrio? Algunas de ellas ya las hemos atestiguado en los ensayos previos a éste. La ruptura eclesiástica hace que, en Inglaterra, por ejemplo, la gente haya tenido que escoger entre su viejo credo y doctrina y la nueva que le impusiera el monarca. Una tradición entera de lo espiritual invalidada, de repente, para regir la vida cotidiana de un ex creyente. Esa distancia entre el valor antiguo y un sistema nuevo, reciente, en el que no se sabe qué reglas seguir ni qué comportamiento es el aceptado, provoca un desarreglo: esa es la anomia.

Los católicos querían seguir profesando su fe y su culto como venían haciéndolo desde la Edad Media, pero ya no era posible, al menos no como antes. La Reforma había instalado la duda, la relatividad de la verdad en la mente y el alma del hombre del siglo XVI. Pero tampoco podía olvidarlo todo y abrazar la nueva fe, principalmente porque no la conoce, no sabe qué le pide ésta, ni si podrá, sin mayor perturbación abrazar su nuevo culto. Lo viejo no ha desaparecido, ni ninguno de sus valores, pero el mundo en el cual ellos persisten, ya no es el mismo, y los valores son, por lo menos discutibles. El habitante de esa incómoda transición, de ese mientras tanto indefinido, es el hombre anómico.

Lo mismo ocurre con la ciencia: creencias, ideas, filosofías, sistemas medievales se van derrumbando paulatinamente en el lapso de dos siglos. Hoy nos parece que asumir que la Tierra es redonda o que gira alrededor del sol son como apegos malcriados de tercos o fanáticos, pero se trataba, desde la perspectiva del hombre de entonces, de modificar, con una perentoriedad imposible de asimilar, todo un edificio de valores complejos y entrelazados. Lo mismo ocurría con la expansión del mundo activada desde los Viajes de Marco Polo hasta las expediciones de Magallanes. Todo ello enfrentaba al europeo contemporáneo de Erasmo, Lutero, Bacon, Carlos I, Da Vinci o Michelangelo, con algo a lo que siempre ha temido: el otro. Nuestros ancestros mayas, aztecas, caribes o incas eran, por ejemplo, uno de esos “otros”. Pero, en el fondo, sabía que ya le era inevitable incorporar ese otro a su mundo.

En el campo social y económico sucedían otros tantos. Del sistema feudal, levemente avanzado a partir del trueque se había saltado casi con violencia a la economía de capital, acumuladora de riquezas, inversora en distintas esferas del quehacer, gracias a lo cual va naciendo el mundo industrializado y uno de sus signos más profundos: la división especializada del trabajo. Los artesanos, los gremios, los vendedores de bienes, el bien mismo convertido en valor de cambio, en moneda de uso. Zapatos por monedas, ropa por monedas, casas por monedas, salud por monedas, salvación del alma en la vida eterna por monedas. Es fácilmente comprensible que la sociedad cambiaba a una velocidad que el hombre, la gente no podía igualar. Esa distancia entre uno y otro es, de nuevo, la anomia.

Un rey seguía siendo un rey, pero el burgués que lo sostenía, que subvencionaba su poder, que se beneficiaba de él, comprando tierras, negocios, empresas, sabía que parte de su realeza se la debía a él. Y le interesaba que el valor monárquico, de donde él obtenía beneficios, perdurara. Por eso lo promovía, lo sostenía, lo subsidiaba, aunque ya era claro que la corona no provenía de ningún favor divino sino de las arcas del capital. Un viejo orden debía mantenerse mientras otro se iba levantando. En el medio, viendo la decadencia de uno y la lenta construcción del otro, está, otra vez, el hombre anómico. Defiende valores monárquicos, de autoridad, de derecho divino, pero fomenta los del individuo, los de la autonomía ciudadana, laica, las del derecho que pronto será el sistema liberal. A su pesar es un hombre dividido.

Tremendamente significativo es que el teatro, el imaginario de esta época pre-convulsa, proponga, se reitere en el tema del crimen. Antes contemplábamos al villano, al carácter encarnación de la maldad, y lo asimilábamos con sentido catártico, sublimando en él nuestra convicción del bien, mezclada con piedad y miedo. Pero ahora tenemos a un criminal o a un personaje de comportamiento exagerado, individualizado “en una especie de complacencia fanática” (Ibid., pag. 163). Duvignaud señala que ello le es un poco inherente de su propia condición de criatura teatral. “El héroe de teatro no tiende a la representación de una sustancia universal; sufre precisamente porque le resulta penoso afirmarse.” (Pag. 171). Representa la “incapacidad para superar el conjunto de deseos y de pasiones particulares que le definen.” (Ibid)Porque el teatro de esta época (isabelino en Inglaterra, Siglo de Oro en España) presenta “un mundo negro, un mundo enfermo. Entre el hombre y lo que desea, el ser vivo y lo que quiere absorber para saciarse no existe una verdadera distancia.” (Ibid.) Ese “sociópata”, como lo llamaríamos hoy es un personaje anómico.

La personalidad criminal es “signo del desarreglo de toda la sociedad.” (Pag. 173) No porque la reflejaran, pues ver en teatro lo mismo que era parte de lo cotidiano no parece muy fructífero. “Pero el trastorno, elemento neurótico, los actos incomprensibles, son característicos de los desarreglos, e igualmente signos anómicos que indican que el hombre continuaba viviendo según los valores periclitados, en tanto que otra organización social se constituía fuera de las miradas. De esa contradicción resulta el carácter anómico de ese teatro. Todavía falta saber por qué razón el trastorno anómico se convierte en un modo de conocimiento poético del mundo.” (Ibid.)

Jean Duvignaud. Sociología del teatro. FCE, México, 1966.





domingo, 13 de marzo de 2011

EDAD EXCÉNTRICA

Einar Goyo Ponte

Nicolás Copérnico (1473-1543) era un astrónomo que creía en la astrología pues ésta era considerada una ciencia en el Renacimiento, ya que se sostenía en la observación y el cálculo, por ello permitía la predicción. Desde los 18 años estudió en la Universidad de Cracovia. Y en las clases del Profesor Brudzewski se fascinó por la astronomía, sin descuidar la filosofía, la medicina y la pintura. Era un hombre del Renacimiento. Quizás por ello se fue a Italia y daba clases de matemáticas en Roma, con 26 años de edad. Cuatro años después se ordenó sacerdote y fue destinado a la ciudad de Frauenburg en Alemania.

El estudio de los astros y el universo estaba complicado por nociones semiempíricas y teológicas, que hablaban de “música de las esferas”, de diversos niveles de cielo, como los descritos por Dante en su Comedia, donde habitarían los Ángeles y Dios mismo.

Copérnico quiso ver lo más inmediato, lo más sencillo. Así propuso, mediante la observación, que era el Sol y no la Tierra, lo que estaba en el centro de nuestro Sistema Solar. Era un discreto canónigo de provincias en la Polonia del siglo XVI que, sin instrumentos apenas y guíado tan solo por su curiosidad científica, su talento matemático y su voluntad de buscar la verdad, descubrió y demostró a sus contemporáneos que no es el sol el que, como parece, da vueltas alrededor de la Tierra, sino ésta la que gira alrededor de aquél. Su De revolutionibus orbium caelestium, donde explica el hallazgo, es sin duda uno de los más importantes libros en la historia de la ciencia universal. Pero este escrito era el producto de 25 años de observación y estudio, y no se atrevió a publicarlo hasta que creyó cercana su muerte, pues temía se le condenara como hereje. Efectivamente, un año después de salir de las imprentas, el libro fue prohibido. Años más tarde, Galileo Galilei (1564-1642) y Johannes Kepler (1571-1630) confirmaron e intentaron difundir el descubrimiento astronómico que contradecía al dogma religioso y al sistema natural aristotélico. Llevó, sin embargo, un tiempo que el mundo asimilara el nuevo testimonio de la ciencia. Por ello es que a Jacques Barzun (1) le parece exagerado decir que la influencia de estos científicos expulsó al hombre del centro del universo. Copérnico no se atrevió a difundir sus observaciones por temor de la Iglesia. Temor fundado pues cuando Galileo sí osó hacerlo fue encarcelado, torturado por la Santa Inquisición y obligado a retractarse públicamente. Kepler corrió con mejor suerte pues habitaba del lado protestante y después del Concilio de Trento, los reformistas decidieron defender y apoyar la teoría heliocéntrica, así como otras teorías científicas condenadas por la Iglesia Católica. La Contrarreforma, por su parte, la recluyó, inútilmente, al gabinete de las herejías.

Galileo Galilei
En cuanto al criterio de Barzun, es importante hacer el matiz de que si bien, la mayoría del público no entendía ni apoyaba la teoría de Copérnico-Galileo, su influencia entre los intelectuales y los letrados (filósofos, científicos, poetas, dramaturgos, etc.) había prendido felizmente. Por tanto, en la mente moderna del hombre de los siglos XVI y XVII, La Tierra era redonda, ya no era el centro del universo; tras los descubrimientos de América, Filipinas, y los viajes alrededor del mundo de Magallanes y Elcano, Europa ya no era tampoco el centro del mundo. Y la verdad, como vimos, en el texto sobre la Reforma, había dejado de ser única. El hombre habitaba ahora un mundo distinto del de los antiguos griegos y romanos, un mundo más iluminado y sabio que el de la oscura Edad Media, pero el imaginario culto de la época le mostraba un espacio excéntrico, un planeta más pequeño girando mecánicamente en un universo pavorosa y repentinamente infinito, y en un continente y una cultura que comenzaba a enfrentarse con la posibilidad de dejar de ser hegemónica.

El nuevo mundo no era América sino esa incógnita que ya no contaba con Dios para ayudar a resolverla.

El hombre moderno sigue en el centro del universo, sí. Pero de repente se ha quedado solo.


(1) Barzun, Jacques. Del amanecer a la decadencia. Madrid. Taurus-Santillana. 2001. (Pag. 302)






martes, 8 de marzo de 2011

REFORMA Y CONTRARREFORMA




Einar Goyo Ponte


"Cuando el hijo de un minero de Sajonia, Luther, Lhuder, Lutter, Lutero o Lotharius, como era diversamente conocido, clavó sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg (la misma ciudad en cuya Universidad imagina William Shakespeare que estudiaría Hamlet) el 31 de octubre de 1517, lo último que se proponía era escindir su iglesia, la católica (=universal), y dividir su mundo en campos enfrentados" (Barzun, 2001). Clavar las tesis era práctica común entre los clérigos, pero pronto se sorprendió de lo rápido que las mismas circularon y de que se las reenviaran impresas.

Lutero entonces manifestó que “sólo quería elucidar la verdad sobre el sacramento de la penitencia”, en el contexto -bien alarmante para una mente del siglo XXI- de la práctica de la venta de las “indulgencias”, suerte de reserva de una parcelita en el Purgatorio, con las cuales comerciaba la Iglesia de aquella época. Lutero era por supuesto opuesto a esta práctica y juzgaba que el único tesoro de la Iglesia debía ser el Evangelio.

Los argumentos de Lutero tardaron tres años en discutirse en el Papado de Leon X, para concluir calificándolas de herejías. Mientras tanto Lutero radicalizó su postura: “todo hombre es un sacerdote”, dijo, porque “el cristiano es un hombre libre, dueño de todas las cosas, no se halla sometido a nadie”.

Es la cima extrema, pero coherente, absolutamente esperable de todo el movimiento cultural, filosófico, ideológico y estético que significó el Renacimiento, que puso al hombre en el centro de todas las preguntas, angustias, búsquedas, aventuras, propuestas y disquisiciones. Así que las tesis de Lutero son una consecuencia, una de las tremendas y graves consecuencias que el Renacimiento desencadenó para nosotros, los habitantes de la modernidad y la postmodernidad. El mismo Lutero entrevió el futuro cuando trató de matizar su propuesta inicial y dijo: “El cristiano es un servidor obediente, se somete a todos”. Pero quemó públicamente la bula papal que condenaba 41 de sus 95 tesis. Luego se dedicó a traducir el Nuevo Testamento del original al alemán vulgar. Si los evangelios eran leídos por todo el mundo, éste terminaría por darle la razón. Por eso a los protestantes los llamamos “evangélicos”. Y técnicamente lo logró. La polémica se expandió por Europa. Los protestantes argumentaban y los católicos contestaban.

Jacques Barzun nos dice: “¿Qué era, en efecto, lo que había en “la cabeza y los miembros de la Iglesia que la gente quería eliminar? En primer lugar, las “corrupciones” de siempre: monjes glotones en ricas abadías, obispos absentistas, sacerdotes con concubinas, y demás. Pero el envilecimiento moral ocultaba una quiebra más profunda: se había perdido el sentido de los papeles. El sacerdote, en lugar de ser un maestro, era ignorante; el monje, lejos de contribuir a la salvación del mundo con su devoción, era un especulador holgazán; el obispo, en lugar de vigilar el cuidado de las almas de sus diócesis, era un político y un hombre de negocios. Acaso aquí y allá habría un hombre pío y erudito, con lo que se demostraría que la bondad no era imposible. Pero con excesiva frecuencia el obispo era un crío de doce años, cuya influyente familia había provisto con tiempo para su futura felicidad. El sistema estaba corrompido. Esto se había dicho una y otra vez: con todo, el viejo caparazón era inamovible. Cuando la gente acepta la futilidad y el absurdo como algo normal, la cultura es decadente.” (Pag. 40)

Lutero es excomulgado pero sus seguidores se le mantuvieron fieles. Se casó con una monja y predicó su negación al celibato, argumentando con citas del Antiguo Testamento. Los monarcas que se habían cansado de sus esposas encontraron la panacea para descasarse y volver a intentarlo. Enrique VIII, en Inglaterra se amparó en ello para hacerlo 6 veces. Los católicos vieron confirmada su tesis de la herejía luterana.

Los seguidores de Lutero fundan la Iglesia Reformista o luterana o evangélica. Roma se apoya no en la dividida y fraccionada Italia de entonces, sino en el mayor imperio del momento: la España de Carlos I, también V, de Alemania, la tierra de Lutero. Así nacen la Contrarreforma y la represión, torturas, hogueras y censuras de la Santa Inquisición. La Contrarreforma triunfa en el sentido de que la Reforma no logra desbancar al catolicismo y lo margina a regiones puntuales de Europa. Sin embargo, fracasa al impedir el cisma religioso. Para imponer su olímpico afán marital, Enrique VIII le cambia la religión a una nación entera y crea el Anglicanismo, así nacerían no ya la Iglesia, sino las Iglesias Protestantes.
El verdadero resultado no era que el teocentrismo se había desintegrado por completo, sino que el hombre de occidente tuvo que aprender, más a su pesar, que a su concordia, que la verdad ya no era una y absoluta. Creer ya no era tan fácil. El dogma ya no era único. Había más de una iglesia, más de una doctrina, más de una manera de rezar, y de pronto muchas maneras de ver a Dios. Lo que equivalía, frente al pensar y sentir medievales, que en menos de un siglo, entre 1517 y 1546, el hombre occidental se había quedado sin Dios. Al menos sin aquel a quien se había acostumbrado a conocer.
Y esa no sería la única pérdida.
Barzun, Jacques (2001). Del amanecer a la decadencia. Madrid. Taurus.