miércoles, 15 de junio de 2016

Contextos Shakespereanos: La Guerra de las dos rosas

Einar Goyo Ponte

Fue una guerra intestina desarrollada en Inglaterra con motivo de la sucesión al trono, que se desarrolló entre los años 1455 y 1485, luego de que los ingleses fueran expulsados de Francia.
La familia Lancaster se había apoderado violentamente del trono a fines del siglo XIV, y Enrique V se había hecho popular con sus victorias en el exterior; pero los ingleses se irritaron ´por los desastres sufridos en el Continente con su hijo Enrique VI, que perdió, casi sin resistencia, la Normandía y se casó con una francesa, Margarita de Anjou, sólo conservando para Inglaterra, Calais, en territorio francés.
Ricardo de York liderizó los descontentos y reivindicó la corona, alegando derechos familiares, y de más antigua herencia consanguínea.

Los descendientes de Eduardo III, formaron parte de la dinastía de los Plantagenet, de la cual surgieron dos casas reales: la de Lancaster, cuyo símbolo era una rosa roja, y la de York, cuyo emblema era una flor del mismo tipo, pero blanca. Ambas Casas se enfrentaron en este conflicto, cuyo nombre “Guerra de las Dos Rosas” fue adoptado más tarde, en alusión a las rosas que identificaban a ambos contendientes.

El ministro favorito Suffolk, primero desterrado, después preso y más tarde decapitado sobre una de las naves de la flota, fue la víctima iniciadora de las revueltas, en una de las cuales el aventurero irlandés Cade  llegó hasta apoderarse en pocas horas de Londres. El haber tenido la reina un hijo de Enrique VI, lo que resultaba un obstáculo entre Ricardo de York y el trono, hizo que comenzara seriamente la guerra civil, apoyada por ricos y nobles varones, como Warwick, a quien se llamaba el “hacedor de reyes”. Una de esas faltas de talento que el desdichado Enrique VI había heredado de su abuelo Carlos VI de Francia suministró ocasión al pretendiente para hacerle nombrar por el Parlamento lugarteniente y protector del Estado. Entonces abrió las hostilidades, y consiguió de momento la victoria de Saint-Albans (1445), donde hizo prisionero al rey. Este fue al principio de los combates que se libraron en el curso de esta contienda terrible, que duró nada menos que treinta años, desde 1455 hasta 1485, durante los cuales se libraron doce grandes batallas y un elevado número de luchas parciales. Ochenta príncipes hallaron la muerte, y junto a  ellos casi toda la rancia nobleza inglesa.

Una nueva victoria conseguida en Northampton valió a Ricardo el título  de heredero presunto de la Corona. Pero se le torció la suerte en Wakefield, donde perdió la batalla y la vida; su hijo segundo, Rutland, y sus principales partidarios fueron degollados. La lucha tomó entonces un carácter de ferocidad y de venganza.
La perdida de su jefe y una nueva derrota en Saint–Albans no bastaron a abatir a los  yorkistas, sino que  tuvieron de su parte los condados del Sur, Londres sobre todo, donde el primogénito del difunto Ricardo, Eduardo, de York, vencedor en Mortimer’s Crass, fue acogido con entusiasmo y proclamado rey, bajo el nombre de Eduardo IV (1461). En marzo de este mismo año se entabla una lucha encarnizada, en medio de la nieve, en Towton, cerca de York; aquí perecen más de mil defensores de Lancaster. Enrique VI y Margarita se ven obligados a refugiarse en Escocia, Eduardo, en vez de perseguirlo, vuelve a Londres y hace consagrar su realeza por un acto solemne del Parlamento. El nuevo rey, que apenas contaba veinte años, era osado, activo, emprendedor y de una dureza de corazón inaccesible a todo sentimiento hacia un adversario vencido. La intrépida reina Margarita –tan admirablemente dibujada por Shakespeare-, habiendo recibido algunos socorros de Francia, no bien volvió al azar de la guerra, sucumbió otra vez, primero en Hedgley–Moor y después en Hexham. Enrique VI fue cogido y encarcelado. Margarita, huyendo con su  hijo a través de la selva, no debió su salvación sino a la generosidad de una partida de bandoleros (1464).

A todo esto, las cosas no se habían decidido. El  casamiento de Eduardo VI con una de la casa de Lancaster, Isabel Woodville, y los favores prodigados a esta familia, descontentaron a los grandes. Warwick, a la vuelta de ciertas algaradas, se reconcilió con Francia por medio de su enemiga Margarita. Luis XI les prestó auxilio; desembarcados en el Devonshire y victorioso, casi sin combate, en Nottingham (1470), los aliados restablecieron a Enrique VI. Eduardo sorprendido en una  indolente seguridad, se refugió en el Continente, pero para tomar la ofensiva con prontitud y energía. En efecto, no habían pasado muchos meses cuando se presentaba con un ejército contra Warwick, que fue muerto en Barnet (14 de abril de 1471), y contra Margarita, prisionera el 4 de mayo del mismo año, después de la batalla de Tewkesbury. El joven príncipe de Gales (Rutland) fue apuñalado por el hermano de Eduardo, el duque de Gloucester –más tarde Ricardo III-, que comenzó así la serie de sus crueldades y asesinatos. Enrique VI desapareció en su prisión; la casa de York quedaba, al parecer, triunfante. Todos los príncipes legítimos de la casa de Lancaster estaban muertos; la paz se extendió por el país; el parlamento confirmó de nuevo la autoridad legal de Eduardo IV. Este, recordando la conducta del monarca francés, volvió sus armas contra Francia, invadiéndola en 1475, al frente de un poderoso ejército; pero el astuto Luis XI supo desviar el peligro, invitando a su adversario a discutir el tratado de Picquigny, que aseguraba al rey de Inglaterra una pensión anual de 50.000 coronas, mediante la concesión de la libertad a Margarita. La vieja reina pasó el resto de sus días en la tranquilidad y el retiro, hasta 1482, año de su muerte.
            El rey, regresando a su reino, se dejó llevar por los enemigos de su hermano Clarence, quienes le recordaban a menudo la poca fidelidad del duque, que en cierta época había decidido la suerte de los partidarios de la casa de Lancaster. Acusado, pues, de alta traición, fue conducido a la Torre de Londres y ahogado, según se cuenta, en un tonel de malvasía (1478). Eduardo IV vivió todavía cinco años. Murió por tanto en 1483, dejando en la historia el recuerdo de un príncipe magnífico, licencioso y tiránico; valiente, pero cruel; dado a los placeres, mas capaz de un vigoroso esfuerzo; menos hecho para prevenir una catástrofe por prudentes precauciones que para reparar sus consecuencias, por su espíritu activo y emprendedor. Dejó dos hijos y tres hijas. Los hijos fueron: Eduardo, príncipe de Gales, que la historia llama Eduardo V, aunque jamás ocupó el trono, y Ricardo, duque de York. La regencia fue confiada a su hermano Ricardo, duque de Gloucester, quien en adelante quedó para la posteridad, gracias, sobre todo, a Shakespeare, como el tipo de la deformidad física y moral. El jorobado se apodera de sus dos sobrinos, los hijos de Eduardo, el mayor de los cuales sólo contaba doce años. Se desembaraza por el crimen, de sus principales adeptos, Hastings y Rivers, entre otros, y hace a estrangular a aquellos, mientras duermen, en la Torre de Londres. Una muchedumbre sobornada le había ya proclamado rey, bajo el nombre de Ricardo III.
           
Esa usurpación odiosa inflamó de valor a los partidarios de la casa de Lancaster. Un representante de esta familia, por parte de las hembras, Enrique de Richmond, desembarca en el país de Gales. Su ejército aumenta con todos los descontentos. Ricardo, traicionado y abandonado por los suyos en la llanura de Boswarth, se lanza a lo más espeso de la lucha en busca de su rival; es herido de muerte, y termina valerosamente su carrera de malvado (1485). Enrique VII, o sea Richmond, recaba el cetro; reúne las dos rosas, desposándose con una hija de Eduardo IV, y comienza la dinastía de los Tudor.
La verdadera vencida, al dar fin la Guerra de los Treinta años, fue la aristocracia inglesa, que, arruinada y diezmada, se halló a la merced del poder real, cuya autoridad, hasta entonces contenida por las garantías parlamentarias y las libertades individuales, acabó en absoluto en manos de Enrique VII, y, sobre todo de sus sucesores, Enrique VIII, María, la esposa de nuestro Felipe II, e Isabel.

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