Fue una guerra
intestina desarrollada en Inglaterra con motivo de la sucesión al trono, que se
desarrolló entre los años 1455 y 1485, luego de que los ingleses fueran
expulsados de Francia.
La familia Lancaster se había apoderado
violentamente del trono a fines del siglo XIV, y Enrique V se había hecho
popular con sus victorias en el exterior; pero los ingleses se irritaron ´por
los desastres sufridos en el Continente con su hijo Enrique VI, que perdió,
casi sin resistencia, la Normandía y se casó con una francesa, Margarita de
Anjou, sólo conservando para Inglaterra, Calais, en territorio francés.
Ricardo de York liderizó los
descontentos y reivindicó la corona, alegando derechos familiares, y de más
antigua herencia consanguínea.
Los descendientes de Eduardo III, formaron parte de
la dinastía de los Plantagenet, de la cual
surgieron dos casas reales: la de Lancaster, cuyo símbolo era una rosa roja, y
la de York, cuyo emblema era una flor del mismo tipo, pero blanca. Ambas Casas
se enfrentaron en este conflicto, cuyo nombre “Guerra de las Dos Rosas” fue
adoptado más tarde, en alusión a las rosas que identificaban a ambos
contendientes.
El
ministro favorito Suffolk, primero desterrado, después preso y más tarde
decapitado sobre una de las naves de la flota, fue la víctima iniciadora de las
revueltas, en una de las cuales el aventurero irlandés Cade llegó hasta apoderarse en pocas horas de
Londres. El haber tenido la reina un hijo de Enrique VI, lo que resultaba un
obstáculo entre Ricardo de York y el trono, hizo que comenzara seriamente la
guerra civil, apoyada por ricos y nobles varones, como Warwick, a quien se
llamaba el “hacedor de reyes”. Una de esas faltas de talento que el desdichado
Enrique VI había heredado de su abuelo Carlos VI de Francia suministró ocasión
al pretendiente para hacerle nombrar por el Parlamento lugarteniente y
protector del Estado. Entonces abrió las hostilidades, y consiguió de momento
la victoria de Saint-Albans (1445), donde hizo prisionero al rey. Este fue al
principio de los combates que se libraron en el curso de esta contienda
terrible, que duró nada menos que treinta años, desde 1455 hasta 1485, durante
los cuales se libraron doce grandes batallas y un elevado número de luchas
parciales. Ochenta príncipes hallaron la muerte, y junto a ellos casi toda la rancia nobleza inglesa.
Una
nueva victoria conseguida en Northampton valió a Ricardo el título de heredero presunto de la Corona. Pero se le
torció la suerte en Wakefield, donde perdió la batalla y la vida; su hijo
segundo, Rutland, y sus principales partidarios fueron degollados. La lucha
tomó entonces un carácter de ferocidad y de venganza.
La perdida de su jefe y una nueva
derrota en Saint–Albans no bastaron a abatir a los yorkistas, sino que tuvieron de su parte los condados del Sur,
Londres sobre todo, donde el primogénito del difunto Ricardo, Eduardo, de York,
vencedor en Mortimer’s Crass, fue acogido con entusiasmo y proclamado rey, bajo
el nombre de Eduardo IV (1461). En marzo de este mismo año se entabla una lucha
encarnizada, en medio de la nieve, en Towton, cerca de York; aquí perecen más de
mil defensores de Lancaster. Enrique VI y Margarita se ven obligados a
refugiarse en Escocia, Eduardo, en vez de perseguirlo, vuelve a Londres y hace
consagrar su realeza por un acto solemne del Parlamento. El nuevo rey, que
apenas contaba veinte años, era osado, activo, emprendedor y de una dureza de
corazón inaccesible a todo sentimiento hacia un adversario vencido. La
intrépida reina Margarita –tan admirablemente dibujada por Shakespeare-,
habiendo recibido algunos socorros de Francia, no bien volvió al azar de la
guerra, sucumbió otra vez, primero en Hedgley–Moor y después en Hexham. Enrique
VI fue cogido y encarcelado. Margarita, huyendo con su hijo a través de la selva, no debió su
salvación sino a la generosidad de una partida de bandoleros (1464).
A
todo esto, las cosas no se habían decidido. El
casamiento de Eduardo VI con una de la casa de Lancaster, Isabel
Woodville, y los favores prodigados a esta familia, descontentaron a los
grandes. Warwick, a la vuelta de ciertas algaradas, se reconcilió con Francia
por medio de su enemiga Margarita. Luis XI les prestó auxilio; desembarcados en
el Devonshire y victorioso, casi sin combate, en Nottingham (1470), los aliados
restablecieron a Enrique VI. Eduardo sorprendido en una indolente seguridad, se refugió en el
Continente, pero para tomar la ofensiva con prontitud y energía. En efecto, no
habían pasado muchos meses cuando se presentaba con un ejército contra Warwick,
que fue muerto en Barnet (14 de abril de 1471), y contra Margarita, prisionera
el 4 de mayo del mismo año, después de la batalla de Tewkesbury. El joven
príncipe de Gales (Rutland) fue apuñalado por el hermano de Eduardo, el duque
de Gloucester –más tarde Ricardo III-, que comenzó así la serie de sus
crueldades y asesinatos. Enrique VI desapareció en su prisión; la casa de York
quedaba, al parecer, triunfante. Todos los príncipes legítimos de la casa de
Lancaster estaban muertos; la paz se extendió por el país; el parlamento confirmó
de nuevo la autoridad legal de Eduardo IV. Este, recordando la conducta del
monarca francés, volvió sus armas contra Francia, invadiéndola en 1475, al
frente de un poderoso ejército; pero el astuto Luis XI supo desviar el peligro,
invitando a su adversario a discutir el tratado de Picquigny, que aseguraba al
rey de Inglaterra una pensión anual de 50.000 coronas, mediante la concesión de
la libertad a Margarita. La vieja reina pasó el resto de sus días en la
tranquilidad y el retiro, hasta 1482, año de su muerte.
El
rey, regresando a su reino, se dejó llevar por los enemigos de su hermano
Clarence, quienes le recordaban a menudo la poca fidelidad del duque, que en
cierta época había decidido la suerte de los partidarios de la casa de
Lancaster. Acusado, pues, de alta traición, fue conducido a la Torre de Londres
y ahogado, según se cuenta, en un tonel de malvasía (1478). Eduardo IV vivió
todavía cinco años. Murió por tanto en 1483, dejando en la historia el recuerdo
de un príncipe magnífico, licencioso y tiránico; valiente, pero cruel; dado a
los placeres, mas capaz de un vigoroso esfuerzo; menos hecho para prevenir una
catástrofe por prudentes precauciones que para reparar sus consecuencias, por
su espíritu activo y emprendedor. Dejó dos hijos y tres hijas. Los hijos
fueron: Eduardo, príncipe de Gales, que la historia llama Eduardo V, aunque
jamás ocupó el trono, y Ricardo, duque de York. La regencia fue confiada a su
hermano Ricardo, duque de Gloucester, quien en adelante quedó para la
posteridad, gracias, sobre todo, a Shakespeare, como el tipo de la deformidad
física y moral. El jorobado se apodera de sus dos sobrinos, los hijos de
Eduardo, el mayor de los cuales sólo contaba doce años. Se desembaraza por el
crimen, de sus principales adeptos, Hastings y Rivers, entre otros, y hace a
estrangular a aquellos, mientras duermen, en la Torre de Londres. Una
muchedumbre sobornada le había ya proclamado rey, bajo el nombre de Ricardo
III.
La verdadera vencida, al dar fin la
Guerra de los Treinta años, fue la aristocracia inglesa, que, arruinada y
diezmada, se halló a la merced del poder real, cuya autoridad, hasta entonces
contenida por las garantías parlamentarias y las libertades individuales, acabó
en absoluto en manos de Enrique VII, y, sobre todo de sus sucesores, Enrique
VIII, María, la esposa de nuestro Felipe II, e Isabel.
¡Buena síntesis de la historia!
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