martes, 8 de marzo de 2011

REFORMA Y CONTRARREFORMA




Einar Goyo Ponte


"Cuando el hijo de un minero de Sajonia, Luther, Lhuder, Lutter, Lutero o Lotharius, como era diversamente conocido, clavó sus noventa y cinco tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg (la misma ciudad en cuya Universidad imagina William Shakespeare que estudiaría Hamlet) el 31 de octubre de 1517, lo último que se proponía era escindir su iglesia, la católica (=universal), y dividir su mundo en campos enfrentados" (Barzun, 2001). Clavar las tesis era práctica común entre los clérigos, pero pronto se sorprendió de lo rápido que las mismas circularon y de que se las reenviaran impresas.

Lutero entonces manifestó que “sólo quería elucidar la verdad sobre el sacramento de la penitencia”, en el contexto -bien alarmante para una mente del siglo XXI- de la práctica de la venta de las “indulgencias”, suerte de reserva de una parcelita en el Purgatorio, con las cuales comerciaba la Iglesia de aquella época. Lutero era por supuesto opuesto a esta práctica y juzgaba que el único tesoro de la Iglesia debía ser el Evangelio.

Los argumentos de Lutero tardaron tres años en discutirse en el Papado de Leon X, para concluir calificándolas de herejías. Mientras tanto Lutero radicalizó su postura: “todo hombre es un sacerdote”, dijo, porque “el cristiano es un hombre libre, dueño de todas las cosas, no se halla sometido a nadie”.

Es la cima extrema, pero coherente, absolutamente esperable de todo el movimiento cultural, filosófico, ideológico y estético que significó el Renacimiento, que puso al hombre en el centro de todas las preguntas, angustias, búsquedas, aventuras, propuestas y disquisiciones. Así que las tesis de Lutero son una consecuencia, una de las tremendas y graves consecuencias que el Renacimiento desencadenó para nosotros, los habitantes de la modernidad y la postmodernidad. El mismo Lutero entrevió el futuro cuando trató de matizar su propuesta inicial y dijo: “El cristiano es un servidor obediente, se somete a todos”. Pero quemó públicamente la bula papal que condenaba 41 de sus 95 tesis. Luego se dedicó a traducir el Nuevo Testamento del original al alemán vulgar. Si los evangelios eran leídos por todo el mundo, éste terminaría por darle la razón. Por eso a los protestantes los llamamos “evangélicos”. Y técnicamente lo logró. La polémica se expandió por Europa. Los protestantes argumentaban y los católicos contestaban.

Jacques Barzun nos dice: “¿Qué era, en efecto, lo que había en “la cabeza y los miembros de la Iglesia que la gente quería eliminar? En primer lugar, las “corrupciones” de siempre: monjes glotones en ricas abadías, obispos absentistas, sacerdotes con concubinas, y demás. Pero el envilecimiento moral ocultaba una quiebra más profunda: se había perdido el sentido de los papeles. El sacerdote, en lugar de ser un maestro, era ignorante; el monje, lejos de contribuir a la salvación del mundo con su devoción, era un especulador holgazán; el obispo, en lugar de vigilar el cuidado de las almas de sus diócesis, era un político y un hombre de negocios. Acaso aquí y allá habría un hombre pío y erudito, con lo que se demostraría que la bondad no era imposible. Pero con excesiva frecuencia el obispo era un crío de doce años, cuya influyente familia había provisto con tiempo para su futura felicidad. El sistema estaba corrompido. Esto se había dicho una y otra vez: con todo, el viejo caparazón era inamovible. Cuando la gente acepta la futilidad y el absurdo como algo normal, la cultura es decadente.” (Pag. 40)

Lutero es excomulgado pero sus seguidores se le mantuvieron fieles. Se casó con una monja y predicó su negación al celibato, argumentando con citas del Antiguo Testamento. Los monarcas que se habían cansado de sus esposas encontraron la panacea para descasarse y volver a intentarlo. Enrique VIII, en Inglaterra se amparó en ello para hacerlo 6 veces. Los católicos vieron confirmada su tesis de la herejía luterana.

Los seguidores de Lutero fundan la Iglesia Reformista o luterana o evangélica. Roma se apoya no en la dividida y fraccionada Italia de entonces, sino en el mayor imperio del momento: la España de Carlos I, también V, de Alemania, la tierra de Lutero. Así nacen la Contrarreforma y la represión, torturas, hogueras y censuras de la Santa Inquisición. La Contrarreforma triunfa en el sentido de que la Reforma no logra desbancar al catolicismo y lo margina a regiones puntuales de Europa. Sin embargo, fracasa al impedir el cisma religioso. Para imponer su olímpico afán marital, Enrique VIII le cambia la religión a una nación entera y crea el Anglicanismo, así nacerían no ya la Iglesia, sino las Iglesias Protestantes.
El verdadero resultado no era que el teocentrismo se había desintegrado por completo, sino que el hombre de occidente tuvo que aprender, más a su pesar, que a su concordia, que la verdad ya no era una y absoluta. Creer ya no era tan fácil. El dogma ya no era único. Había más de una iglesia, más de una doctrina, más de una manera de rezar, y de pronto muchas maneras de ver a Dios. Lo que equivalía, frente al pensar y sentir medievales, que en menos de un siglo, entre 1517 y 1546, el hombre occidental se había quedado sin Dios. Al menos sin aquel a quien se había acostumbrado a conocer.
Y esa no sería la única pérdida.
Barzun, Jacques (2001). Del amanecer a la decadencia. Madrid. Taurus.








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