Jean Duvignaud, en su libro Sociología del teatro, nos invita a esta reflexión: “¿No es sorprendente comprobar que los héroes dramáticos de este período (los siglo XVI y XVII) no son individuos en el sentido moderno de la palabra sino personajes inadaptados a causa del propio acto que los individualiza? Tamerlán que lleva una frenética devastación a los cuatro rincones del mundo y muere desafiando a los Dioses; el Doctor Fausto que pretende dominar al cosmos y a las leyes que condenan a la vida y a la muerte, al tiempo y al espacio; el héroe del Rufián dichoso de Cervantes que juega el Infierno o la Santidad a cara y cruz; Alice de Faversham que obsesionada por la sensualidad y el crimen mata a su marido al que protege un destino cómico; Ricardo III a quien la angustia del poder conduce a los límites de la humanidad; Hamlet que se cree predestinado, a pesar de su natural apatía, a vengar a un padre muerto, no son individuos en el sentido moderno y moral de esa palabra. Dejando aparte a algunos personajes de reyes, como Enrique V que descubre a lo largo de la obra el sentido de su responsabilidad, por otra parte, aún dominada por las ideas tradicionales del soberano responsable de la protección de sus vasallos), no se encuentra ningún héroe de ese teatro que no haya recibido su individualidad como un mal, un sufrimiento, una maldición, y cuyas particularidades no resulten de un azar, de una voluntad aberrante, de un crimen, de una exageración exaltada, hasta el delirio, de la locura o de un desastre. Hamlet es como el símbolo de esa personificación maldita; una sombra impalpable le ha sugerido su “vocación”. A él le toca obedecer y separarse del resto de los hombres, mutilar en sí mismo esa parte común que le ahogaría, si cediera, en la ola colectiva. El cuchicheo de un fantasma ha hecho de él un hombre separado.
Todos los personajes del teatro del siglo de oro español, del teatro isabelino o jacobino, están condenados al sufrimiento y a la desgracia a causas de su propia individuación. La ansiosa demostración de una “libertad”, parece que resulta de la separación que sufren, y su individualidad es el signo de una irrisión o de una maldición. Todos ellos son extraños las normas admitidas, bien porque no pueden otorgarles su adhesión, o porque les parecen absurdas o ilusorias. Todos ellos son personajes atípicos, heréticos.”
¿Por qué la recurrencia en estos personajes inadaptados, atípicos, heréticos, y en dos teatros, que en su época tenían muy poco contacto? El mismo Duvignaud nos resalta que un buen sector de la crítica también los percibe como epítome de la individualidad, y que por ello representarían esa supuesta cumbre del individuo que sería la consecuencia de los ideales del Renacimiento, el humanismo y la filosofía laica. Pero, como las preguntas que se hace lo revelan, va un trecho desde la asunción de la individualidad y la conciencia de lo humano como fenómeno nuevo y válido a la constante presentación de caracteres problemáticos, transgresores, y hasta francamente criminales, como los mencionados en la relación de Duvignaud.
El mismo lo explica utilizando un término del antropólogo Emile Durkheim: la anomia. Esos personajes cuyas acciones parecen “manifestaciones de exageración y desequilibrio”, cercanos a la moderna “patología”, componen “el teatro de una época de transición”, donde vendrían a representar fenómenos de “ruptura de equilibrio social” (Duvignaud, pag. 161). A esto es a lo que Durkheim llamaba “anomia”.
¿En qué consistía o cuál era la causa y las formas de ese desequilibrio? Algunas de ellas ya las hemos atestiguado en los ensayos previos a éste. La ruptura eclesiástica hace que, en Inglaterra, por ejemplo, la gente haya tenido que escoger entre su viejo credo y doctrina y la nueva que le impusiera el monarca. Una tradición entera de lo espiritual invalidada, de repente, para regir la vida cotidiana de un ex creyente. Esa distancia entre el valor antiguo y un sistema nuevo, reciente, en el que no se sabe qué reglas seguir ni qué comportamiento es el aceptado, provoca un desarreglo: esa es la anomia.
Los católicos querían seguir profesando su fe y su culto como venían haciéndolo desde la Edad Media, pero ya no era posible, al menos no como antes. La Reforma había instalado la duda, la relatividad de la verdad en la mente y el alma del hombre del siglo XVI. Pero tampoco podía olvidarlo todo y abrazar la nueva fe, principalmente porque no la conoce, no sabe qué le pide ésta, ni si podrá, sin mayor perturbación abrazar su nuevo culto. Lo viejo no ha desaparecido, ni ninguno de sus valores, pero el mundo en el cual ellos persisten, ya no es el mismo, y los valores son, por lo menos discutibles. El habitante de esa incómoda transición, de ese mientras tanto indefinido, es el hombre anómico.
Lo mismo ocurre con la ciencia: creencias, ideas, filosofías, sistemas medievales se van derrumbando paulatinamente en el lapso de dos siglos. Hoy nos parece que asumir que la Tierra es redonda o que gira alrededor del sol son como apegos malcriados de tercos o fanáticos, pero se trataba, desde la perspectiva del hombre de entonces, de modificar, con una perentoriedad imposible de asimilar, todo un edificio de valores complejos y entrelazados. Lo mismo ocurría con la expansión del mundo activada desde los Viajes de Marco Polo hasta las expediciones de Magallanes. Todo ello enfrentaba al europeo contemporáneo de Erasmo, Lutero, Bacon, Carlos I, Da Vinci o Michelangelo, con algo a lo que siempre ha temido: el otro. Nuestros ancestros mayas, aztecas, caribes o incas eran, por ejemplo, uno de esos “otros”. Pero, en el fondo, sabía que ya le era inevitable incorporar ese otro a su mundo.
En el campo social y económico sucedían otros tantos. Del sistema feudal, levemente avanzado a partir del trueque se había saltado casi con violencia a la economía de capital, acumuladora de riquezas, inversora en distintas esferas del quehacer, gracias a lo cual va naciendo el mundo industrializado y uno de sus signos más profundos: la división especializada del trabajo. Los artesanos, los gremios, los vendedores de bienes, el bien mismo convertido en valor de cambio, en moneda de uso. Zapatos por monedas, ropa por monedas, casas por monedas, salud por monedas, salvación del alma en la vida eterna por monedas. Es fácilmente comprensible que la sociedad cambiaba a una velocidad que el hombre, la gente no podía igualar. Esa distancia entre uno y otro es, de nuevo, la anomia.
Un rey seguía siendo un rey, pero el burgués que lo sostenía, que subvencionaba su poder, que se beneficiaba de él, comprando tierras, negocios, empresas, sabía que parte de su realeza se la debía a él. Y le interesaba que el valor monárquico, de donde él obtenía beneficios, perdurara. Por eso lo promovía, lo sostenía, lo subsidiaba, aunque ya era claro que la corona no provenía de ningún favor divino sino de las arcas del capital. Un viejo orden debía mantenerse mientras otro se iba levantando. En el medio, viendo la decadencia de uno y la lenta construcción del otro, está, otra vez, el hombre anómico. Defiende valores monárquicos, de autoridad, de derecho divino, pero fomenta los del individuo, los de la autonomía ciudadana, laica, las del derecho que pronto será el sistema liberal. A su pesar es un hombre dividido.
Tremendamente significativo es que el teatro, el imaginario de esta época pre-convulsa, proponga, se reitere en el tema del crimen. Antes contemplábamos al villano, al carácter encarnación de la maldad, y lo asimilábamos con sentido catártico, sublimando en él nuestra convicción del bien, mezclada con piedad y miedo. Pero ahora tenemos a un criminal o a un personaje de comportamiento exagerado, individualizado “en una especie de complacencia fanática” (Ibid., pag. 163). Duvignaud señala que ello le es un poco inherente de su propia condición de criatura teatral. “El héroe de teatro no tiende a la representación de una sustancia universal; sufre precisamente porque le resulta penoso afirmarse.” (Pag. 171). Representa la “incapacidad para superar el conjunto de deseos y de pasiones particulares que le definen.” (Ibid)Porque el teatro de esta época (isabelino en Inglaterra, Siglo de Oro en España) presenta “un mundo negro, un mundo enfermo. Entre el hombre y lo que desea, el ser vivo y lo que quiere absorber para saciarse no existe una verdadera distancia.” (Ibid.) Ese “sociópata”, como lo llamaríamos hoy es un personaje anómico.
La personalidad criminal es “signo del desarreglo de toda la sociedad.” (Pag. 173) No porque la reflejaran, pues ver en teatro lo mismo que era parte de lo cotidiano no parece muy fructífero. “Pero el trastorno, elemento neurótico, los actos incomprensibles, son característicos de los desarreglos, e igualmente signos anómicos que indican que el hombre continuaba viviendo según los valores periclitados, en tanto que otra organización social se constituía fuera de las miradas. De esa contradicción resulta el carácter anómico de ese teatro. Todavía falta saber por qué razón el trastorno anómico se convierte en un modo de conocimiento poético del mundo.” (Ibid.)
Jean Duvignaud. Sociología del teatro. FCE, México, 1966.
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