domingo, 13 de marzo de 2011

EDAD EXCÉNTRICA

Einar Goyo Ponte

Nicolás Copérnico (1473-1543) era un astrónomo que creía en la astrología pues ésta era considerada una ciencia en el Renacimiento, ya que se sostenía en la observación y el cálculo, por ello permitía la predicción. Desde los 18 años estudió en la Universidad de Cracovia. Y en las clases del Profesor Brudzewski se fascinó por la astronomía, sin descuidar la filosofía, la medicina y la pintura. Era un hombre del Renacimiento. Quizás por ello se fue a Italia y daba clases de matemáticas en Roma, con 26 años de edad. Cuatro años después se ordenó sacerdote y fue destinado a la ciudad de Frauenburg en Alemania.

El estudio de los astros y el universo estaba complicado por nociones semiempíricas y teológicas, que hablaban de “música de las esferas”, de diversos niveles de cielo, como los descritos por Dante en su Comedia, donde habitarían los Ángeles y Dios mismo.

Copérnico quiso ver lo más inmediato, lo más sencillo. Así propuso, mediante la observación, que era el Sol y no la Tierra, lo que estaba en el centro de nuestro Sistema Solar. Era un discreto canónigo de provincias en la Polonia del siglo XVI que, sin instrumentos apenas y guíado tan solo por su curiosidad científica, su talento matemático y su voluntad de buscar la verdad, descubrió y demostró a sus contemporáneos que no es el sol el que, como parece, da vueltas alrededor de la Tierra, sino ésta la que gira alrededor de aquél. Su De revolutionibus orbium caelestium, donde explica el hallazgo, es sin duda uno de los más importantes libros en la historia de la ciencia universal. Pero este escrito era el producto de 25 años de observación y estudio, y no se atrevió a publicarlo hasta que creyó cercana su muerte, pues temía se le condenara como hereje. Efectivamente, un año después de salir de las imprentas, el libro fue prohibido. Años más tarde, Galileo Galilei (1564-1642) y Johannes Kepler (1571-1630) confirmaron e intentaron difundir el descubrimiento astronómico que contradecía al dogma religioso y al sistema natural aristotélico. Llevó, sin embargo, un tiempo que el mundo asimilara el nuevo testimonio de la ciencia. Por ello es que a Jacques Barzun (1) le parece exagerado decir que la influencia de estos científicos expulsó al hombre del centro del universo. Copérnico no se atrevió a difundir sus observaciones por temor de la Iglesia. Temor fundado pues cuando Galileo sí osó hacerlo fue encarcelado, torturado por la Santa Inquisición y obligado a retractarse públicamente. Kepler corrió con mejor suerte pues habitaba del lado protestante y después del Concilio de Trento, los reformistas decidieron defender y apoyar la teoría heliocéntrica, así como otras teorías científicas condenadas por la Iglesia Católica. La Contrarreforma, por su parte, la recluyó, inútilmente, al gabinete de las herejías.

Galileo Galilei
En cuanto al criterio de Barzun, es importante hacer el matiz de que si bien, la mayoría del público no entendía ni apoyaba la teoría de Copérnico-Galileo, su influencia entre los intelectuales y los letrados (filósofos, científicos, poetas, dramaturgos, etc.) había prendido felizmente. Por tanto, en la mente moderna del hombre de los siglos XVI y XVII, La Tierra era redonda, ya no era el centro del universo; tras los descubrimientos de América, Filipinas, y los viajes alrededor del mundo de Magallanes y Elcano, Europa ya no era tampoco el centro del mundo. Y la verdad, como vimos, en el texto sobre la Reforma, había dejado de ser única. El hombre habitaba ahora un mundo distinto del de los antiguos griegos y romanos, un mundo más iluminado y sabio que el de la oscura Edad Media, pero el imaginario culto de la época le mostraba un espacio excéntrico, un planeta más pequeño girando mecánicamente en un universo pavorosa y repentinamente infinito, y en un continente y una cultura que comenzaba a enfrentarse con la posibilidad de dejar de ser hegemónica.

El nuevo mundo no era América sino esa incógnita que ya no contaba con Dios para ayudar a resolverla.

El hombre moderno sigue en el centro del universo, sí. Pero de repente se ha quedado solo.


(1) Barzun, Jacques. Del amanecer a la decadencia. Madrid. Taurus-Santillana. 2001. (Pag. 302)






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